EXODO CAPÍTULO 20
1 Los Diez Mandamientos. 18 El pueblo se llena de temor. 20 Moisés lo reconforta. 22 Prohibición de la idolatría. 24 Instrucciones acerca de cómo construir un altar.
1 Y HABLO Dios todas estas palabras, diciendo:
2 Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre.
4 No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.
5 No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen,
6 y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.
7 No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano.
8 Acuérdate del día de reposo* para santificarlo.
9 Seis días trabajarás, y harás toda tu obra;
10 mas el séptimo día es reposo para Jehová tú Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas.
11 Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo* y lo santificó.
12 Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.
13 No matarás.
14 No cometerás adulterio.
15 No hurtarás.
16 No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.
17 No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.
18 Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron, y se pusieron de lejos.
19 Y dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos.
20 Y Moisés respondió al pueblo: No temáis; porque para probaros vino Dios, y para que su temor esté delante de vosotros, para que no pequéis.
21 Entonces el pueblo estuvo a lo lejos, y Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios.
22 Y Jehová dijo a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Vosotros habéis visto que he hablado desde el cielo con vosotros.
24 Altar de tierra harás para mí, y sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus ofrendas de paz, tus ovejas y tus vacas; en todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré.
25 Y si me hicieres altar de piedras, no las labres de cantería; porque si alzares herramienta sobre él, lo profanarás.
26 No subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra junto a él.
1.
Habló Dios.
El escenario ya se había alistado para la proclamación de la ley moral que, siempre, de allí en adelante, ha permanecido como la norma fundamental de conducta 611
MONTE SINAÍ Y SUS ALREDEDORES
612 para incontables millones. Nadie negará que éste fue uno de los sucesos trascendentales y decisivos de la historia. Tampoco puede nadie negar la necesidad vital que tienen todos los hombres de un código tal de conducta debido a sus imperfecciones morales y espirituales y su tendencia a hacer lo que es malo. El Decálogo descuella por encima de todas las otras leyes morales y espirituales. Abarca toda la conducta humana. Es la única ley que puede controlar con eficacia la conciencia. Es un manual condensado de la conducta humana que abarca todo lo que atañe al deber humano en todos los tiempos. Nuestro Señor se refirió a los mandamientos como el camino por el cual se puede alcanzar la vida eterna (Mat. 19: 16-19). Son adecuados para toda forma de sociedad humana; son aplicables y están en vigencia mientras dure el mundo (Mat. 5: 17, 18). Nunca pueden volverse anticuados pues son la expresión inmutable de la voluntad y del carácter de Dios. Con buena razón Dios los entregó a su pueblo tanto oralmente como por escrito (Exo. 31: 18; Deut. 4: 13).
Aunque fue dado al hombre por la autoridad divina, el Decálogo no es una creación arbitraria de la voluntad divina. Más bien es una expresión de la naturaleza divina. El hombre fue creado a la imagen de Dios (Gén. 1: 27), fue hecho para ser santo como él es santo (1 Ped. 1: 15, 16), y los Diez Mandamientos son la norma de santidad ordenada por el cielo (ver Rom. 7: 7-25). La clave de la interpretación espiritual de la ley fue dada con toda claridad por nuestro Señor Jesucristo en el inmortal Sermón del Monte (léase Mat. caps. 5-7).
El Decálogo es la expresión no sólo de la santidad sino también del amor (Mat. 22: 34-40; Juan 15: 10; Rom. 13: 8- 10; 1 Juan 2: 4). Si carece de amor cualquier servicio que prestemos a Dios o al hombre, no se cumple la ley. Es el amor quien nos protege de violar los Diez Mandamientos pues, ¿cómo podríamos adorar otros dioses, tomar el nombre de Dios en vano y descuidar la observancia del día de reposo, si verdaderamente amamos al Señor? ¿Cómo podemos robar lo que pertenece a nuestro prójimo, testificar contra él o codiciar sus posesiones, si lo amamos? El amor es la raíz de la fidelidad para con Dios y de la honra y el respeto por los derechos de nuestros prójimos. Este siempre debiera ser el gran motivo que nos mueva a la obediencia Juan 14: 15; 15:10; 2 Cor. 5: 14; Gál. 5: 6).
Cuando un hombre viene primero a Cristo, con pleno conocimiento se abstendrá de todo el mal al cual ha estado acostumbrado. En su origen, con el propósito de ayudar a los pecadores a distinguir entre el bien y el mal, el Decálogo fue dado principalmente en forma negativa. La repetición de la palabra “No” demuestra que hay fuertes tendencias en el corazón que deben ser suprimidas (Jer. 17: 9; Rom. 7: 17-23; 1 Tim. 1: 9, 10). Pero esta forma negativa abarca un amplio y satisfactorio campo de acción moral que se abre ante el hombre, y permite toda la amplitud de desarrollo del carácter que es posible. El hombre sólo está restringido por las pocas prohibiciones mencionadas. El Decálogo certifica de la verdad de la libertad cristiana (Sant. 2: 12; 2 Cor. 3: 17). Aunque la letra de la ley, debido a sus pocas palabras, pueda parecer estrecha en sus alcances, su espíritu es “amplio sobremanera” (Sal. 119: 96).
El hecho de que los Diez Mandamientos fueran escritos en dos tablas de piedra, hace resaltar su aplicación a dos clases de obligaciones morales: deberes para con Dios y deberes para con el hombre (Mat. 22: 34-40). Nuestras obligaciones para con Dios están forzosamente ligadas con nuestras obligaciones para con el hombre, pues el descuido de los deberes tocantes a nuestro prójimo rápidamente será seguido por el descuido de nuestros deberes para con Dios. La Biblia no ignora la distinción entre la religión (deberes directamente relacionados con Dios) y la moral (deberes que surgen de las relaciones terrenales), sino que une ambas en un concepto más profundo: que todo lo que uno hace es hecho, por así decirlo, para Dios, cuya autoridad es suprema en ambas esferas (ver Miq. 6: 8; Mat. 25: 34-45; Sant. 1: 27; 1 Juan 4: 20).
Siendo palabras de Dios, los Diez Mandamientos deben distinguirse de las “leyes” (cap. 21: 1) basadas en ellos, e incluidas con ellos, en el “libro del pacto” para constituir la ley estatuida de Israel (ver cap. 24: 3). Las dos tablas que comprenden el Decálogo -con exclusión de las otras partes de la ley – son llamadas de diversas formas: “el testimonio” (cap. 25: 16), “su pacto” (Deut. 4: 13), “las palabras del pacto” (Exo. 34: 28), las “tablas del testimonio” (Exo. 31: 18; 32: 15) y “las 613 tablas del pacto” (Deut. 9: 9-11). Esas tablas de piedra, y sólo ellas, fueron colocadas dentro del arca del pacto (Exo. 25: 21; 1 Rey. 8: 9). Fueron así consideradas, en un sentido especial, como el vínculo del pacto. La colocación de las tablas debajo del propiciatorio permite comprender la naturaleza del pacto que Dios hizo con Israel. Muestra que la ley es la base, el fundamento del pacto, el documento obligatorio, el título de la deuda. Sin embargo, sobre la ley está el propiciatorio, salpicado con la sangre de la propiciación, un testimonio reconfortante de que hay perdón en Dios para los que quebrantan los mandamientos. El AT uniformemente hace una clara distinción entre la ley moral y la ley ceremonial (2 Rey. 21: 8; Dan. 9:11). 2.
“Yahvéh” (BJ), un nombre propio derivado del verbo “ser”, “llegar a ser” (ver com. Exo. 3: 14, 15). Significa “el Existente”, “el Viviente”, “el Eterno”. Por lo tanto, cuando Jesús dijo a los judíos de sus días: “Antes que Abrahán fuese, yo soy” (Juan 8: 58), ellos comprendieron que pretendía ser el “Jehová” del AT. Esto explica su hostilidad y sus tentativas para matarlo (Juan 8: 59). Jesucristo, la segunda persona de la Deidad, fue el “Dios” de los israelitas a través de toda su historia (Exo. 32: 34; Juan 1: 1-3, 14; 6: 46, 62; 17: 5; 1 Cor. 10: 4; Col. 1: 13-18; Heb. 1: 1-3; Apoc. 1: 17, 18; PP 381). Fue él quien les dio el Decálogo; fue él quien se declaró a sí mismo “Señor del sábado” (Mar. 2: 28, BJ). El Gr. ho zon, “el que vive” (Apoc. 1: 18, BJ), es equivalente del Heb. Eyeh ‘asher ‘ehyeh, el “Yo soy el que soy” de Exo. 3: 14.
Casa de servidumbre.
Dios proclamó su santa ley en medio de truenos y relámpagos, cuyo retumbar parece encontrar eco en las formas verbales imperativas de los mandamientos. Los terrores del Sinaí tuvieron el propósito de colocar vívidamente delante del pueblo la pavorosa solemnidad del último gran día del juicio (PP 352). Los exigentes preceptos del Decálogo hacen resaltar la justicia de su Autor y el rigor de sus requerimientos. Pero la ley era también un recordativo de la gracia divina, pues el mismo Dios que proclamó la ley es Aquel que sacó a su pueblo de Egipto y lo libró del yugo de servidumbre. Es Aquel que dio las preciosas promesas a Abrahán, Isaac y Jacob.
Puesto que las Escrituras hacen de Egipto un símbolo de pecaminosidad (Apoc. 11:8), la liberación de Israel de la esclavitud egipcia bien puede compararse con la liberación de todo el pueblo de Dios del poder del pecado. El Señor libró a los suyos de la tierra de Faraón a fin de que pudiera darles su ley (Sal. 105:42-45). De la misma manera, mediante el Evangelio, Cristo nos libra del yugo del pecado (Juan 8: 34-36; 2 Ped. 2: 19) para que podamos guardar su ley, que en él se traduce en verdadera obediencia (Juan 15: 10; Rom. 8: 1-4). Reflexionen en esta verdad los que enseñan que el Evangelio de Cristo nos libra de los santos mandamientos del Decálogo. La liberación de Egipto había de proporcionar el motivo de obediencia a la ley de Dios. Nótese el orden aquí: primero el Señor salva a Israel; luego le da su ley para que la guarde. El mismo orden es cierto bajo el Evangelio. Cristo primero nos salva del pecado (Juan 1: 29; 1 Cor. 15: 3; Gál. 1: 4); luego vive su ley dentro de nosotros (Gál. 2: 20; Rom. 4: 25; 8: 1-3; 1 Ped. 2: 24).
3.
No tendrás.
Aunque el pacto fue hecho con Israel como un todo (cap. 19: 5), el uso de una forma singular del verbo muestra que Dios se dirigía a cada individuo de la nación y le requería obediencia a la ley. No era suficiente la obediencia colectiva. Para todos los tiempos, los Diez Mandamientos dirigen su exhortación a la conciencia de cada ser humano y gravitan sobre ella. (ver Eze. 18: 19, 20).
Delante de mí.
Literalmente, “delante de mi faz”. Esta forma idiomática hebrea con frecuencia significa “además de mí”, “en adición a mí”, o “en oposición a mí”. Siendo el único Dios verdadero, el Señor requiere que sólo él sea adorado. Este concepto de un solo Dios era extraño a la creencia y práctica politeísta de otras naciones. Dios nos exhorta para que lo coloquemos delante de todo lo demás, que lo coloquemos primero en nuestros afectos y en nuestras vidas, en armonía con el requerimiento de nuestro Señor en el Sermón del Monte (Mat. 6: 33). La mera creencia no bastará, ni aun el reconocimiento de que él es el único Dios. Le debemos una lealtad de todo corazón y una consagración como a un Ser personal a quien tenemos el privilegio de conocer, amar y en quien confiar y con quien podemos tener una comunión bendita. Es peligroso depender de algo que no sea Dios, ya sea riqueza, conocimiento, posición o amigos. Es difícil luchar contra las 614 seducciones del mundo, y es muy fácil confiar en lo que es visible y temporal (Mat. 6: 19-34; 1 Juan 2: 15-17). No es difícil violar el espíritu de este primer mandamiento en nuestra era materialista, poniendo nuestra fe y confianza en alguna conveniencia o comodidad terrenal. Al hacerlo podemos olvidarnos de Aquel que creó las cosas de que disfrutamos (2 Cor. 4: 18).